Algunas mujeres se desnudan frente al mar
si no conocen a nadie y nadie las conoce.
Se trata del sol y el mar, aunque es cierto
que también se saben observadas,
y se establece un juego, una complicidad
pasiva que no sería la misma
de sentirse conocidas. Aquí el agua
es un símbolo del eterno femenino
y un refugio de sus paradojas.
Las mujeres se entregan a quien no conocen
y luego regresan tranquilamente a sus casas.
El lenguaje de su deseo es éste
y está bordado en la cenefa de los manteles:
el amor del hombre de paso, del viajero
a punto de marcharse. Y el adiós
sin compromiso. Así se repite el ciclo
de civilización y naturaleza. Ellas
tienen los útiles –vasija, telar o azada–
y saben cuidar la tierra y extraer sus frutos.
Ellas fundan como se ponen un vestido.
Ellos sólo poseen la oscura lengua del cazador
y sus viejas tretas; las mujeres prescinden
de eso y los aman con ojos húmedos
mientras celebran el alfabeto de los cuerpos
como quien desvía el curso del riego
en las acequias del huerto.
Sin que el viajero, el hombre de paso,
el nómada, pueda entender nada,
salvo saberse un instrumento más,
como la vasija, el telar o la azada.
Un instrumento de su magia, que es la vida,
a la que ellas, de repente, se regalan.
Y luego regresan tranquilamente a sus casas.
Donde los amigos, los padres, los maridos.
Los estables.
En la foto Marianne Faithfull
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