Si me rescatas
del frío,
prometo abandonar
el invierno
para siempre...
Poesía: Ana Vega ("El cuaderno griego", leído en la recopilación "La manera de recogerse el pelo")
Fotografía: Manuel Couceiro. Kiruna, Laponia sueca, enero de 2012
Y nos echamos tanto de menos que nos da por despegar en avenidas de pegamento, clavados por las rodillas. (Boca en la tierra)
FILÓSOFO EN LA NOCHE
Cuando la alta noche negra de Madrid
cierra los cristales de la calle O'Donnell,
dejo que mi frente repose en tu ausencia.
He abierto la Ilíada. Apolo Cabreado
es como la noche y, al marcar el paso,
golpean las flechas su carcaj de cuero.
Frío está tu sitio, que nadie ha ocupado.
Hablo al desvestirme, como si estuvieras:
me acostumbré a hacerlo los primeros días.
Sin tus frascos, sólo me torna el espejo
del baño el progreso lento de la edad.
Doblada la ropa, me pongo el pijama
con la bata gris ceñida a mi cuerpo
y las zapatillas en los pies de viejo.
Amo más que a nadie, junto a mí, tu ausencia,
más próxima siempre si vuelvo a la Ilíada,
cual si te acercara el eco lejano
de alguna verdad desde aquella playa.
Junto a mí y tu sombra creció nuestra hija
y nuestros dos hijos: ayer recibí
carta del mayor. Apenas recuerdan:
he sido su Homero de ésta, nuestra Ilíada.
Muy lejos del mar de ramblas con plátanos
en donde te hallé, no he podido nunca
sentir más Helena que tú en mi interior.
Cerca está el pasado, como frente al piso
el aire en los árboles negros del Retiro.
El aspecto de Héctor, con yelmo y coraza,
ha asustado a su hijo. La noche la cruza
el desesperado ruido de una moto.
Quizá, bajo el bronce de la soledad
asusté también a nuestros tres hijos.
Tu fotografía, ya de un tono sepia,
se encuentra en mi mesa, perdida entre libros:
joven lejanía de triste sonrisa.
Troyanos y aqueos -un mar encrespado
de cascos y escudos, de lanzas de leño
con puntas de bronce- sentados esperan
junto al mar de tarde que brama en la playa.
Ayante golpea el escudo de Héctor,
pero estoy ausente: pienso en nuestro mar,
virgen como en Troya, de la Costa Brava
los años sesenta. Abro el ventanal.
Hoy viven muy lejos la hija y los hijos,
mayores que tú: te fuiste tan joven.
Pienso, melancólico, que oscurecerá
ahora en Chicago. Berlín y las verdes
afueras de Londres yacen en la noche.
Y a ti no te esperan más albas que éstas
que surgen de noche entre las palabras.
Mientras las hogueras acechan las naves,
malos pensamientos como el mar negruzco
que arroja algas tristes, también van cercándome
como si los dioses de Homero existieran.
Tanto tiempo muerta mientras yo envejezco
solo con la Ilíada. Pero allí en la playa,
entre dos combates, donde con estrellas
el cielo es más negro, duermes, como Helena,
en tu oscuridad, aquí junto a mí.
Cual casco de bronce de un guerrero exhausto,
me pesan los párpados al ir recordando
Pedralbes y el cielo azul de la tarde
en la primavera de aquella ciudad.
Delgado, ideal -la línea de Euclides-
es el lugar donde transcurre la Ilíada
que leemos juntos -en mi vida tú,
en tu muerte yo. Me sale el filósofo
al ver cómo Aquiles elige la gloria
en vez de la vida. Comienza la ética:
la noble y antigua lección del dolor
ya estaba en la Ilíada. Héctor y los suyos
combaten a muerte frente a las barcazas.
Siempre hay un Aquiles que espera en la sombra.
Pienso que la ausencia -como el agua fría
templaba las armas- me forjó más duro.
Cada cual escucha en su propia Ilíada
las armas que chocan con brillantes yelmos,
los hórridos gritos que lanzan los griegos
en las barcas que arden. Alcatoo en tierra:
su último latido vibra con la lanza
hincada en su pecho. Tú serás la lanza
que tiemble en el último deseo en mi cuerpo.
Van carros vacíos por la playa huyendo
y el leve rumor al pasar las hojas
es como si fuera tu débil presencia.
Y ya en los cristales se alza el horizonte
del parque, aclarándose, como si brillaran
tras los negros árboles las armas de Aquiles.
Te he buscado siempre. Tantas, tantas veces
he desembarcado por sólo una luz
en costas abruptas. Abro la ventana,
me llama en el parque un alba de pájaros.
La dura vejez pone en la mirada
unas largas playas igual que en la Ilíada.
Mercante oxidado, llegando a un gran puerto
hendiré aguas sucias en donde revuelan
miles de gaviotas, buscando una inmóvil
mujer solitaria que espera en la dársena.
Hoy, cuando la proa se hunde fatigada
y ya el navegante no ve bien de lejos,
se borra la costa. Mirando las olas,
recuerdo tus ojos con luz del ocaso
y, sonriente, pienso que, gris y romántica,
te llevo en el buque de hierro del alma.
En la foto, Emilio Lledó, a quien está dedicado el poema