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sábado, 3 de diciembre de 2011

Filósofo en la noche (Joan Margarit)







FILÓSOFO EN LA NOCHE

Cuando la alta noche negra de Madrid
cierra los cristales de la calle O'Donnell,
dejo que mi frente repose en tu ausencia.
He abierto la Ilíada. Apolo Cabreado
es como la noche y, al marcar el paso,
golpean las flechas su carcaj de cuero.
Frío está tu sitio, que nadie ha ocupado.
Hablo al desvestirme, como si estuvieras:
me acostumbré a hacerlo los primeros días.
Sin tus frascos, sólo me torna el espejo
del baño el progreso lento de la edad.
Doblada la ropa, me pongo el pijama
con la bata gris ceñida a mi cuerpo
y las zapatillas en los pies de viejo.
Amo más que a nadie, junto a mí, tu ausencia,
más próxima siempre si vuelvo a la Ilíada,
cual si te acercara el eco lejano
de alguna verdad desde aquella playa.

Junto a mí y tu sombra creció nuestra hija
y nuestros dos hijos: ayer recibí
carta del mayor. Apenas recuerdan:
he sido su Homero de ésta, nuestra Ilíada.
Muy lejos del mar de ramblas con plátanos
en donde te hallé, no he podido nunca
sentir más Helena que tú en mi interior.
Cerca está el pasado, como frente al piso
el aire en los árboles negros del Retiro.
El aspecto de Héctor, con yelmo y coraza,
ha asustado a su hijo. La noche la cruza
el desesperado ruido de una moto.
Quizá, bajo el bronce de la soledad
asusté también a nuestros tres hijos.

Tu fotografía, ya de un tono sepia,
se encuentra en mi mesa, perdida entre libros:
joven lejanía de triste sonrisa.
Troyanos y aqueos -un mar encrespado
de cascos y escudos, de lanzas de leño
con puntas de bronce- sentados esperan
junto al mar de tarde que brama en la playa.
Ayante golpea el escudo de Héctor,
pero estoy ausente: pienso en nuestro mar,
virgen como en Troya, de la Costa Brava
los años sesenta. Abro el ventanal.
Hoy viven muy lejos la hija y los hijos,
mayores que tú: te fuiste tan joven.
Pienso, melancólico, que oscurecerá
ahora en Chicago. Berlín y las verdes
afueras de Londres yacen en la noche.
Y a ti no te esperan más albas que éstas
que surgen de noche entre las palabras.

Mientras las hogueras acechan las naves,
malos pensamientos como el mar negruzco
que arroja algas tristes, también van cercándome
como si los dioses de Homero existieran.
Tanto tiempo muerta mientras yo envejezco
solo con la Ilíada. Pero allí en la playa,
entre dos combates, donde con estrellas
el cielo es más negro, duermes, como Helena,
en tu oscuridad, aquí junto a mí.
Cual casco de bronce de un guerrero exhausto,
me pesan los párpados al ir recordando
Pedralbes y el cielo azul de la tarde
en la primavera de aquella ciudad.
Delgado, ideal -la línea de Euclides-
es el lugar donde transcurre la Ilíada
que leemos juntos -en mi vida tú,
en tu muerte yo. Me sale el filósofo
al ver cómo Aquiles elige la gloria
en vez de la vida. Comienza la ética:
la noble y antigua lección del dolor
ya estaba en la Ilíada. Héctor y los suyos

combaten a muerte frente a las barcazas.
Siempre hay un Aquiles que espera en la sombra.
Pienso que la ausencia -como el agua fría
templaba las armas- me forjó más duro.
Cada cual escucha en su propia Ilíada
las armas que chocan con brillantes yelmos,
los hórridos gritos que lanzan los griegos
en las barcas que arden. Alcatoo en tierra:
su último latido vibra con la lanza
hincada en su pecho. Tú serás la lanza
que tiemble en el último deseo en mi cuerpo.
Van carros vacíos por la playa huyendo
y el leve rumor al pasar las hojas
es como si fuera tu débil presencia.
Y ya en los cristales se alza el horizonte
del parque, aclarándose, como si brillaran
tras los negros árboles las armas de Aquiles.

Te he buscado siempre. Tantas, tantas veces
he desembarcado por sólo una luz
en costas abruptas. Abro la ventana,
me llama en el parque un alba de pájaros.
La dura vejez pone en la mirada
unas largas playas igual que en la Ilíada.
Mercante oxidado, llegando a un gran puerto
hendiré aguas sucias en donde revuelan
miles de gaviotas, buscando una inmóvil
mujer solitaria que espera en la dársena.
Hoy, cuando la proa se hunde fatigada
y ya el navegante no ve bien de lejos,
se borra la costa. Mirando las olas,
recuerdo tus ojos con luz del ocaso
y, sonriente, pienso que, gris y romántica,
te llevo en el buque de hierro del alma.


En la foto, Emilio Lledó, a quien está dedicado el poema

viernes, 12 de agosto de 2011

Mujer de primavera (Joan Margarit)










Mujer de primavera

Detrás de las palabras sólo te tengo a ti.
Triste quien no ha perdido
por amor una casa.
Triste el que muere
con un aura de respeto y prestigio.
Me importa lo que sucede en la noche
estrellada de un verso.



En la foto Joan Margarit
Traducción del autor


Dona de primavera

Darrere les paraules només et tinc a tu.
Trist el qui mai no ha perdut
per amor una casa.
Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.
Jo em crec el que passa en la nit
estrellada d'un vers.

domingo, 22 de mayo de 2011

No hay milagros (Joan Margarit)



Llovía con desidia.
Diecinueve de octubre, las nueve de la noche.
Joana iba asustada hacia el quirófano
rodeada por nosotros, que quedamos
en la salita mal iluminada junto a los ascensores.
Dicen que en un intento
de salvarse le dijo te quiero al cirujano.
Creíamos que un hada podría devolvernos
la Joana tranquila, la de siempre,
con sus confiados ojos centelleantes.
A las once mirábamos
las gotas de la lluvia en el cristal
como si resbalaran por la noche.
La noche era una hoja de guadaña.

Poema: Joan Margarit. "Joana"
Fotografía: vinodvv.posterous.com

Prólogo a la edición de "Llegas tarde a tu tiempo. Poesía 1999-2002. Visor de poesía. 2010."

De lo que siento acerca del mañana, lo más parecido a una certeza es que Joana y yo no volveremos a vernos. Cuán distinta sería la vida si la muerte fuese a esperar muchos millones de años para podernos encontrar de nuevo, aunque fuese tan sólo durante unos breves instantes. Pero el abismo que nos separa es el abismo del nunca más. Los treinta años que hemos vivido juntos son ahora el único contrapeso y mi tesoro. Fue desde muy temprano una persona muy especial: por una parte –a causa de sus minusvalías, que le dejaban el amor como única herramienta para sobrevivir- era incapaz de rencor, de orgullo, de cualquiera de las más ínfimas señales de la maldad. Por otra parte, la pasión por la vida y su sensibilidad le permitían entender y utilizar todas las conexiones sentimentales con las personas. Ser su padre ha significado estar siempre junto a lo más delicado y bondadoso que puede ofrecer la vida. Esto no quiere decir que haya sido un tiempo sin dificultades, sufrimiento y ráfagas de desesperación, sobre todo hasta que la salud encontró el punto de equilibrio necesario dentro de sus déficits. No hay nada comparable a poder cuidar de una persona a la que se ama, pero es difícil encontrar a alguien como Joana con quien establecer unas relaciones a la vez de alegría y una ternura tan profundas que, al cabo de los años, ya no se sepa quién cuida a quién. El sentimiento que ahora me domina es el desamparo.
El mundo sin Joana se parece al que vivimos juntos, pero no es el mismo. Unas mínimas diferencias me ponen de manifiesto que las personas, los lugares, las cosas, no son las familiares. Me enfrento, pues, al terror más puro, cuando las cosas cotidianas no se reconocen y se vuelven amenazadoras. Por eso a veces lloramos, Mariona y yo, perdidos en el extraño paraje en el que nos ha abandonado la muerte de nuestra hija. El cuervo de Poe ya no dejará de repetir dentro de mí su eco Nevermore.
A Joana le gustaba escucharme recitar sus poemas, los que durante estos años fui escribiendo para hablar de ella. Ahora le ofrezco este libro, que es, también, suyo, pero que nunca me oirá recitar. Son los poemas escritos durante sus ocho últimos meses. Necesito cerrar este tiempo para volver a encontrar, si es posible, la Joana de antes. Mientras se iba muriendo nos decía: Soy feliz. Y desde la muerte continúa haciéndonos sentir su consuelo.
Sant Just Desvern, septiembre del 2001